sábado, 29 de noviembre de 2014

Kilimanjaro: La cima de África

A primera vista creí que Gasto era un porteador. Su corta edad y su vestimenta así parecían afirmarlo. Llevaba una gorra de lana ladeada sobre la cabeza, una palestina amarilla al cuello y unos pantalones pitillo. Extraño estilo que no encajaba con el clásico tanzano. O más bien, que era la primera vez que nos topábamos con un tanzano que tenía un estilo.

El jefe era John; era el guía de la expedición, un hombre bastante entrado en sus 40 con semblante serio y aspecto responsable. Fue él quien nos dejó claro que Gasto era su guía asistente, aunque ya nos lo había comentado el dueño de la agencia, Robert, esa misma mañana cuando nos los presentó en la puerta del hotel.


La estación de autobuses de Arusha bullía en el mismo caos que cualquier otra estación de una ciudad africana: trepidante, atestada, polvorienta y humeante. Deben ser los únicos lugares del continente que conocen algo parecido al estrés.

Coloridos autobuses que habían conocido tiempos mejores se mostraban orgullosos sobre el pavimento con los rugientes motores en marcha, los techos cargados hasta los topes con los bultos más variopintos. Decenas de personas vociferando los nombres de las compañías y destinos asaltaban al blanquito desorientado que se dejaba caer por allí: la cara de póker al contemplar el espectáculo es inevitable para un occidental no residente de los que, dicho sea de paso, éramos los únicos que merodeaban por la zona. Es imposible distinguir a los buscavidas de los empleados ¿oficiales? de las compañías y al final comprendes que debes guiarte por el instinto y el sentido común.

Vendedores ambulantes exponían sus mercancías en cajas que elevaban ante las narices de los pasajeros, que desde su ventanilla escogían los tentempiés para el camino: la samosa, una popular empanadilla de carne africana, era la estrella. También manzanas, plátanos, snacks, bebidas...

Nuestra expedición low cost al Kilimanjaro incluía, además del porteo por nosotros mismos de nuestro equipo personal y pertenencias, el desplazamiento a Moshi en transporte público, auténtica aventura de regalo en el pack. Nos instalamos en la última fila del autobús parte del equipo: Gasto y un porteador, Adam, quien sería nuestro mayordomo particular, Juan y yo. Y John, que iría en un curioso asiento plegable adosado a la fila anterior en el hueco del pasillo. Eficiencia africana.





 - Cuidado con la cámara - me advierte John - te la pueden robar de un tirón por la ventanilla.


A esas alturas yo ya había aprendido que Arusha no es una ciudad segura. Las rotundas recomendaciones para no salir de noche y la asombrosa inexistencia de occidentales por la calle (¿dónde se escondían todos los rosados turistas que veíamos en los parques nacionales?) ya nos lo habían enseñado. Incluso alguna experiencia cercana con los buscavidas más desagradables de la zona que no fue más allá.


El viaje resultó relajante. Como buenos occidentales habíamos comenzado la mañana nerviosos y estresados, y la sorpresa del quinto porteador inesperado no había ayudado a templar los ánimos. Pero a medida que aquel trasto bamboleante nos sacaba de Arusha hacia zonas verdes y despejadas empezamos a sentirnos mejor. ¡Al fin y al cabo nos dirigíamos a emprender una de las aventuras de nuestras vidas!


Antes de alcanzar Moshi el autobús se detuvo en un cruce y nos apeamos. Estábamos en el desvío a Machame y los dos levantamos las cabezas para buscar el Kilimanjaro, una vez más sin éxito. Una densa capa de nubes seguía ocultándolo todo, así que buscamos un lugar donde sentarnos a esperar que John gestionara el transporte hasta la puerta Machame, aún a unos 15 km.

La gestión se completó enseguida y nos apretujamos 11 personas en un coche de 7 plazas, que voló carretera arriba entre verdes plataneros y demás exuberante vegetación tropical.

En Machame Gate al fin contemplamos la situación tantas veces imaginada: unos 40 ó 50 turiñeros (turistas montañeros) llenaban el espacio formando una peculiar torre de Babel. Japonenes, coreanos, franceses, australianos, ingleses, chinos... Todos compartiendo una ilusión común pero con aspectos de lo más variopinto. Chicas en mallas pirata de correr, chavales en pantalón corto, alguno que otro en vaqueros... Unos pocos tenían aspecto de montañeros y encajaban en el lugar, pero muchos otros venían de excursión a esta colina caprichosa que se erguía solitaria a casi 6.000 metros de altura.





Gasto nos indicó que esperáramos mientras ellos preparaban el equipaje y papeleos, así que nos dirigimos a la zona guiri donde muchos estaban almorzando para matar el tiempo.


- Tened cuidado con los monos, os pueden robar la comida - nos advirtió.


Bah, quién va a ser tan torpe de dejarse robar la comida por los monos, fijo que un japonés despistado.

Así que me comí parte del almuerzo que John nos había dado y dejé el resto sobre la mesa para la tarde. Y mientras charlaba con Juan un mono saltó a la mesa en dos milésimas de segundo, estiró el brazo en una y huyó corriendo con la bolsa en la mano ante mi boquiabierta mirada. No pude mover un dedo y todos alrededor me observaban divertidos. Quise que me tragara la tierra y y tuve la certeza que esa misma tarde moriría de hambre durante la subida. Nunca se lo confesé a los guías y amenacé de muerte a Juanito para que tampoco lo hiciera.

Al fin terminaron de pesar el equipaje de los porteadores, pagamos los permisos de ascensión y nos pusimos en marcha. Nuestro propio equipaje había quedado bastante interesante al final: 14 kg la mochila de Juan y 9 kg la mía.












¡Qué agradable sensación la del movimiento! Después de una semana de safaris en coche necesitábamos imperiosamente un poco de ejercicio.


La ruta comenzaba en una pista de gravilla que enseguida se estrechaba, convirtiéndose en un sendero resbaladizo que serpenteaba hacia arriba. El bosque húmedo que nos rodeaba convertía la ruta en un paseo delicioso, e íbamos devorando el desnivel de la jornada sin darnos cuenta.


Avanzábamos siguiendo a Gasto porque John se había quedado abajo, sospechábamos de algún problema logístico con una de las tiendas pero preferimos no preguntar. Ignorábamos si los porteadores habían empezado a subir.
Gasto imponía un paso muy lento, desesperadamente lento para lo que estábamos acostumbrados. Nos sentíamos muy fuertes además de motivados y las ganas de estirar las piernas nos pedían subir deprisa, pero Gasto no nos dejaba aludiendo que una de las claves del éxito en aquella empresa era avanzar "pole pole", expresión swahili que significa "poco a poco".
Así pues nos resignamos y mecanizamos el ritmo, y al poco nuestro cuerpo ya había asumido la nueva velocidad crucero.

La niebla nos envolvía y la conversación con Gasto durante la etapa nos descubrió algunos detalles sobre él mismo; con 23 años acumulaba 42 ascensiones al Kilimanjaro gracias a su pasado como porteador. Su gran ilusión era llegar a ser guía y hoy ya contaba con el título de asistente.

Su inglés era bastante correcto pero le aplicaba un acento tan fuerte que parecía transformar las palabras.



Y así, entretenidos con la conversación y sin emitir un sólo jadeo empezó a llegarnos el murmullo de voces proveniente de unos metros más arriba, como el barullo ahogado en una piscina de verano; el fin de la primera etapa, Machame Camp a 3.000 m, una explanada entre la vegetación cuajada de tiendas de colores.

La niebla lo cubría todo e impedía ver nada hacia arriba o hacia abajo, por lo que nuestro olfato agudizado detectó el olor de las palomitas de maíz con las que los porteadores agasajaban a los turiñeros tras el esfuerzo de la jornada.


Los grupos más grandes de porteadores cantaban el gran éxito del Kilimanjaro para divertir a sus clientes, incluyéndolos entre risas en el baile. Jambo Bwana...





Seguimos a Gasto hacia una cabaña de madera, el Machame Hut, donde se encontraba el libro de visitas en el que debíamos registrar nuestra llegada, tras lo que tomamos posesión de nuestro nuevo hogar: una tienda Quechua de 4 plazas en muy buen estado y equipada con dos inesperadas colchonetas hinchables que nos llenaron de alegría.

Pero las sorpresas de nuestro viaje low cost no habían hecho sino comenzar; de repente la suave voz de Adam nos llamaba desde fuera.

- Alloooooo...


Dejaba ante nuestras asombradas caras un plato de palomitas de maíz, un termo con agua caliente, bolsitas de té y café y leche en polvo. ¡No nos podemos creer que tengamos los lujos de las compañías más caras! Y aunque a nadie le amarga un dulce, la verdad es que el tema nos dejaba bastante descolocados.


Allí en Machame Camp probamos por vez primera los toilettes públicos: rústicas cabinas de madera que guardan en su interior un agujero que desemboca en el mismísimo infierno. No sería capaz de describir los olores que manan de él; no se trata de olor a WC, ni a estiércol... Se trata de una mezcla de depósitos de todos los tipos y antigüedades, altamente enriquecida y en su punto álgido de descomposición, de tal poder corrosivo que es obligado cubrirse las vías respiratorias con la braga o cualquier otro tejido que filtre los efluvios tóxicos.

En los 3.000 metros de Machame Camp aún se puede contener la respiración sin problemas, pero más arriba sin oxígeno este ejercicio resultaría una jadeante prueba de vida.

Al cabo de un rato el campamento se llenó de olores a comida; las expediciones lujosas ya estaban cenando y nosotros seguíamos con nuestro té, hasta que al cabo de una hora escuchamos llegar a John y nos explicó que les habían robado una de las tiendas en la estación de Arusha, habiendo tenido que hacerse con otra y subirla hasta el camp. Era noche cerrada cuando al fin cenamos entre los ronquidos de los vecinos, deliciosa sopa humeante y guiso africano de pollo. El menú low cost nos dejó también gratamente sorprendidos y nos fuimos a dormir felices, con los estómagos llenos y esperando con ansia la segunda jornada.



JORNADA 2

Nos levantamos sin prisas cuando Adam nos trajo un abundante desayuno que por supuesto no fuimos capaces de terminar: café, té, tostadas con mantequilla, pancakes, tortillas y una pasta pegajosa similar al porridge. John nos tuvo que esperar ya que no habíamos recogido las cosas antes del desayuno, tras lo que nos reparte el agua de la jornada.


Echamos a andar 
por una pendiente rocosa totalmente motivados, entre un barullo de turiñeros y porteadores y aún rodeados por una espesa niebla que no nos deja ver más allá de 10 metros. Estamos en la transición del bosque húmedo al matorral alpino.



Por fin terminamos la pendiente y alcanzamos una zona llana donde las nubes ya parecían querer abrirse. ¡Y voila! Entre sus jirones se descubría al fin el rey Kilimanjaro, muy lejos todavía.






La jornada transcurría muy relajada, a ritmo pole-pole e intercalando sorbos de agua del camelbak. Desde entonces el camino discurriría todo el tiempo bajo la mole cimera del Kilimanjaro y tendríamos ocasión de admirar varias de sus caras y distintas perspectivas de sus míticos glaciares.

A nuestra izquierda (Oeste) se yerguían desafiantes los picos Shira y bajo nuestros pies un denso mar de nubes lo cubría absolutamente todo.

Sólo el monte Meru, en la distancia, era capaz de asomar sobre las nubes y no nos abandonaría ya durante el resto de la expedición.






Llegó la hora del almuerzo aunque ninguno de los dos teníamos demasiado apetito después del desayuno de campeones que habíamos tomado. Abrimos la lunch-box que el cocinero nos había preparado y descubrimos el menú: un muslo de pollo frito, un huevo duro, medio sandwich de mermelada, una pancake, una bolsita de patatas fritas, una especie de empanadilla y un zumo de mango. Como siempre, el disfrute de la comida es directamente proporcional a la altitud a la que tomas y nos pareció que comíamos el mejor pollo frito de nuestras vidas.


Durante el camino ya empezábamos a distinguir a algunos de nuestros 
compañeros: un grupo de doce vascos destacaba de entre todos los demás con sus desbordantes energías y fuerte carácter. Una pareja de coreanos no respetaba el ritmo pole-pole establecido y nuestros guías estaban convencidos de que no harían cima. Una pareja suiza cantaba y hablaba por los codos durante el camino. Un coreano que hablaba español disfrutaba al practicar el idioma con nosotros, y por mucho que cambiáramos al inglés para darle fluidez a la conversación él continuaba emocionado en español. Un diminuto japonés que no llevaba más compañeros las pasaba canutas desde la segunda jornada y mostraba ya unos mofletes alarmantemente rojos y resoplidos demasiado frecuentes. Fue con este desdichado con quien Juan desplegó toda su amabilidad y le ofreció un puñadito de hojas de coca que le ayudarían a despejar los síntomas del mal de altura. Al principio el japonés torció el gesto asustado ante la palabra "coca", pero no resultó difícil convencerlo en unos minutos cuando le explicamos que en Sudamérica es práctica habitual. Finalmente aceptó las hojas con entusiasmo y nos lo agradeció efusivamente.

Y entre frugales conversaciones con nuestros variopintos compañeros y continuas visitas al baño-cámara de gas, llegamos casi sin darnos cuenta al final de la etapa, Shira camp a 3.900 m.


Descubrimos emocionados el emplazamiento privilegiado que los porteadores habían escogido para nuestra tienda, colgada sin más obstáculos visuales frente a la ladera que da a los picos Shira. Nos tumbamos en la tienda y contemplamos embobados el paisaje, sintiéndonos afortunados de estar viviendo un momento así.



Incluso los efluvios que traía el viento desde el toilet situado enfrente le daban su toque al emplazamiento.

Se repitió el ritual de agua caliente, palomitas y té y saboreamos cada minuto de la puesta de sol hasta que Adam anunciaba la cena con su "alloooo...". Esta vez teníamos sopa y otro guiso de carne con patatas. El cocinero se estaba ganando la propina y nos fuimos a dormir felices de nuevo y ansiosos ante la etapa siguiente.
JORNADA 3
Esa mañana hicimos el esfuerzo de recoger nuestras cosas antes de que apareciera Adam con el desayuno. De nuevo unas pancakes, tortillas, tostadas con mantequilla, café… pero ni rastro del porridge que tan poco éxito tuvo el día anterior.
Cargamos el agua y la lunch-box a la espalda y comenzamos la marcha, ni un ápice más rápido que los días anteriores. Este iba a ser un día de aclimatación ya que alcanzaríamos Lava Tower a  4.600 metros y volveríamos a bajar de nuevo a los 3.900.
Echamos a andar por camino fácil, de nuevo con el mar de nubes al fondo y bajo las faldas del cráter Kibo. Nos íbamos acercando cada vez más a uno de los glaciares más populares, el Arrow Glacier, una de las pocas rutas que al parecer se hacen en invierno.




El camino continuaba ascendiendo hacia Lava Tower, un característico resalte de lava que marca el punto más alto de la jornada a 4.600 metros y donde había ya varias tiendas montadas para los que pernoctaban aquí.
Juanito preguntó tímidamente si podíamos escalar la torre, pero John nos dijo muy poco convencido que no estaba permitido. Aún hoy sigo dudando si se puede subir.


De vez en cuando Juanito y yo nos preguntábamos el uno a otro cómo nos sentíamos. En este punto tan alto volvimos a mirarnos inquisitivos y de nuevo encontramos las respuesta de siempre: ¡estoy a tope! Así que trepamos a unas rocas baja la Lava Tower y descubrimos las delicias de nuestra lunch box mientras mirábamos y remirábamos la mole del Kilimanjaro. ¿Cómo es posible fijar la vista tanto tiempo sobre un objeto inmóvil? ¿Por qué el cerebro no se cansa de mirar un montón de piedras inanimadas?
John y Gasto también se interesaron por nuestro estado, asintiendo satisfechos ante nuestros exaltados “very good!”.
Por primera vez en 3 días echamos a andar hacia abajo resultándonos extraña la sensación. El camino se abría paso por un barranco en el que empezaban a verse salpicadas las Lobelias gigantes del Kiliminajaro cada vez de mayor altura.

 



Juanito estrenó su rodilla algo inseguro pero con éxito y, jalonados por un pasillo de lobelias alcanzamos al fin Barranco Camp. Como ya era costumbre jugamos a quién descubría primero nuestra morada entre tanto puntito de tela e imaginábamos qué exótico emplazamiento habrían elegido esta vez nuestros sherpas. En esta ocasión estábamos directamente bajo la mole de la montaña, pero lejos de la terraza bajo la que se descolgaban los valles que llegaban a la ruta Umbwe.

Y, cual Día de la Marmota, los acontecimientos se repitieron en lo que empezaba ya a convertirse en una dulce rutina a la que podríamos perfectamente habernos acostumbrado: el "alloooooo..." de Adam que anunciaba ducha caliente al barreño, té con palomitas mientras disfrutamos de unos minutos de lectura, un par de visitas a la cámara de gas y una copiosa cena que colmaba nuestros poco hambrientos estómagos.
















JORNADA 4

Este día sería la jornada de transición entre el trekking y algo más parecido al montañismo. Al final del día dejaríamos atrás los senderitos y haríamos noche en el campo de altura, a las puertas del sprint final en el que la cosa ya se pone seria.

Desayunamos de nuevo como si no hubiera mañana y echamos a andar. La etapa comenzaba con la muy apropiadamente denominada Breakfast Wall, una pared de 300m y de inclinación considerable que nos saca del barranco donde hemos pasado la noche. Pero incluso esta pared se hizo fácil a ritmo pole-pole; una vez más subimos muy bien y sin jadear, alcanzando enseguida un nuevo altiplano que pronto empieza de nuevo a subir.


A la hora del almuerzo alcanzamos un campo del que nosotros pasaríamos de largo y que es usado en la ruta Machame de 7 días, Karanga Camp. Aquí se afanaban ya varios grupos de porteadores en montar de nuevo las pequeñas ciudades de tela de cada jornada. Para nosotros era sólo una parada y nos encaramamos a una roca para tomar el almuerzo. Como no sabíamos si tumbarnos mirando al Kili o a la inmensidad del mar de nubes hacia el Meru, nos fuimos dando la vuelta mientras saboreábamos el cada día más delicioso muslito de pollo frito.


Para terminar la jornada sólo nos quedaba atravesar una inmensa llanura lunar y afrontar la última pendiente del día que nos depositaba en el espolón rocoso en el que se asentaba el último campo de la ascensión, Barafu, a 4.600m de altura y antesala del Día D.
Este campo está diseminado entre grandes bloques que forman diferentes barrios. Una vez más descubrimos gratamente cómo nuestro hogar estaba estratégicamente situado frente al tercer y más salvaje cono volcánico del Kilimanjaro, Mawenzi.



Nosotros seguíamos eufóricos y sin signos de mal de altura. Eso sí, recibimos un bofetón de realidad cuando, al volver del baño que se encontraba unos pocos metros por debajo de nuestra tienda, sentimos por primera vez el aplastante ahogo de la altitud. No había que bajar la guardia ni un momento, ni abandonar el pole-pole bajo ninguna circunstancia.

Estábamos nerviosos. Esa noche no sería igual que las demás. Lo acostumbrado para el ataque a cima era echar a andar a las 00:00 y alcanzar la cima al amanecer en unas 6-7 horas. Pero John estaba confiado con nosotros y acordamos salir a la 01:00 para lo cual debíamos levantarnos a las 00:00.


A pesar de la cena el hormigueo en el estómago no cesaba. Es difícil explicar las sensaciones en esos momentos previos a un gran acontecimiento como es superar nuestro record absoluto de altitud y llegar casi a los 6.000 m. Entre los nervios, la expectación y la altitud, la mente se encuentra en un estado semi-irreal que en el momento es difícil de apreciar pero que visto con perspectiva resulta claro. Es como si la mente saliera de su encierro craneal y permaneciera levitando unos metros por encima de nuestras cabezas.

Y con estos pensamientos nos fuimos a dormir a las 18:00 de la tarde, custodiodados por los picos Mawenzi.


JORNADA 5

Suena el despertador. Venga, hay que salir.

El estómago del revés no quería recibir comida; a duras penas introdujimos un té y algunas galletas que parecían estar hechas de poliexpan.
Nos vestimos, cargamos agua, nos ponemos ropa de abrigo. Estábamos preocupados por el frío que podía hacer allí fuera ya que habíamos escuchado varias historias sobre ello. En mi mente no dejaban de repetirse las palabras del mismísimo Iñaki Ochoa asegurando que pasó más frío en el Kilimanjaro que en cualquier ochomil. 

Mi munición consistía en unos pantalones desmontables de primavera, mallas, camiseta térmica, forro, plumas, cortavientos, braga, guantes y zapatillas de montaña. Más me valía que fuera suficiente.

Salimos de la tienda y vimos cómo una serpiente de lucecitas ganaba ya altura por encima de nuestras cabezas. Pero John confiaba en nuestra forma y creía poder llegar a la cumbre en el pactado amanecer.


Echamos andar. El camino ascendía entre rocas polvorientas y el ritmo se nos antojaba más lento que nunca. Comprobando aliviados que no hacía mucho frío guardamos el plumas en la mochila con la reconfortante seguridad que da llevar una bala en la recámara.

Mi frontal apenas escupía una mancha blanquecina sobre el camino que desfiguraba el relieve, así que decidí apagarlo pues tenía suficiente con el de mis compañeros. Llevaba pilas de repuesto pero pensé que ya las pondría más adelante si era necesario. Más balas en la recámara.

Pronto empezamos a sobrepasar grupos cuyas ya familiares caras jugábamos a distinguir durante los adelantamientos. De repente vimos dos luces que, en vez de subir, bajaban. Una señora de mediana edad se daba la vuelta con su guía. 

Nosotros avanzábamos seguros y confiados, seguíamos adelantando grupos y el frío permanecía a raya. La luna lo iluminaba todo con reluciente fulgor y nos mostraba al fin los pueblitos allá abajo, que habían permanecido escondidos todos los días bajo el mar de nubes. Las lucecitas de las casas se veían increíblemente abajo, mostrándonos un desnivel que nuestros ojos no estaban capacitados para medir.

Otra luz descendía; era el japonés que se batía en una retirada anunciada.

La pendiente se acentuaba y las rocas aumentaban, lo que complicaba el adelantamiento de los grupos sin realizar "arriesgadas" maniobras de aceleración. En aquellos momentos superábamos la barrera de los 5.000m.

Entonces el viento comenzó a arreciar y el frío se intensificó de repente, por lo que paramos a ponemos el plumas. Último cartucho.


Seguimos subiendo de manera automática. Sorbíamos del camelbak con frecuencia y por primera vez nos preguntamos si se congelaría el tubo. De momento aguantaba. Entonces los dedos de los pies empezaron a quedarse inexplicablemente insensibles y empecé a moverlos exageradamente dentro de las zapatillas, haciendo garra y clavándolos una y otra vez contra la suela.

La pendiente no acababa nunca y el frío se intensificaba. Empecé a preguntarme hasta dónde aumentaría y hasta dónde podría yo aguantarlo. Las preguntas entre nosotros sobre nuestros respectivos estados fueron cesando y cada uno se fue encerrando más y más en su interior.

Juan pidió parar para ir al baño y al volver se quejaba de un importante y repentino mareo. Los guías le obligaron a comer un par de galletas y yo lo miraba preocupada viendo que no podía seguir, mientras iba perdiendo calor corporal al estar allí detenidos.
Pero asombrosamente las galletas lo recuperaron y continuamos la marcha.

El siguiente sorbo del camelbak no llegó; se había congelado. Así que me metí el tubo en la boca y exhalé vapor varias veces, consiguiendo descongelarlo pero quedando exhausta por el esfuerzo. Mi cuerpo estaba descubriendo sensaciones que nunca antes había experimentado, y mi mente asistía incrédula a este preocupante ejercicio de irresponsabilidad.

Seguimos.

El frío no dejaba de aumentar. Había conseguido mantener a raya la congelación de los dedos de los pies pero todo mi tronco se encontraba anestesiado por el viento punzante. Otra nueva sensación. ¿Hipotermia?
Mi mente se llenó con imágenes de himalayistas caídos en la montaña, de vivacs de la muerte, del curioso ataque de calor que sufren las víctimas justo antes de morir y les hace quitarse ropa. ¿Me ocurriría a mí también?

Ya nadie hablaba. Cada uno iba concentrado en su propia lucha interior. Delante de mí John no tenía buen aspecto. Subía con paso errático y dibujaba eses como si estuviera borracho. De vez en cuando se ponía a adelantar grupos saliendo fuera del camino y acelerando irresponsablemente de manera que acabé jadeando. Me habría preocupado de no ser porque yo misma me sentía una desconocida y porque Gasto cerraba nuestra marcha con paso firme y actitud confiada. Llegué a pensar que John se había vuelto loco y decidí ignorarlo.

Encendí el frontal de nuevo y aquello lejos de alumbrar distorsionaba los obstáculos del suelo, por lo que incapaz de parar a cambiar las pilas continué sufriéndolo en silencio.

Ahora sí, el camelbak estaba completamente congelado y era imposible recuperarlo con vaho, así que nos detuvimos a beber de la botella. El ejercicio de abrir la mochila y sacar la botella resultó de una dificultad sobrehumana. Los movimientos de mis manos eran retardados, todo sucedía a cámara lenta y una vez extraída la botella de la mochila la miré embobada comprendiendo que yo sola no podría abrirla. Así que balbuceé a Juan que me ayudara y mientras él la sujetaba conseguí que mis dedos desenroscaran el tapón en tres lentos giros, aterrorizada por si se me escurría de los dedos montaña abajo.

El frío era atroz. No podía aguantarlo más y miraba constantemente al horizonte ansiosa por ver salir el sol. Mi cuerpo estaba aletargado y sentía cómo las conexiones neuronales estaban completamente ralentizadas. Mi mente estaba más fuera de mi cuerpo que nunca.

Y de repente la pendiente se acabó: Stella Point a 5.700 m marcaba el borde del cráter donde algunos inexplicablemente daban por concluida su ascensión. Más tarde nos enteramos de que alcanzar Stella Point te hacía merecedor de un diploma de segunda categoría.

Gasto nos dijo que quedaba menos de una hora a la cima, casi sin desnivel. Mi mente ya hacía rato que había abandonado a mi cuerpo a su suerte y seguí andando como un robot. Iba a llegar a la cima costara lo que costara. Un resplandor naranja se distinguía ya en el horizonte.
Juan y yo intercambiamos algunas palabras, pero no recuerdo cuáles. A nuestra derecha se extendía el gran cráter de Kilimanjaro el cuál estábamos bordeando, pero era incapaz de admirarlo y todo parecía difusamente irreal. Un pie delante del otro, no había nada más.

John había alcanzado su máximo de locura y de vez en cuando arrancaba a correr hacia un lado, hacía un giro brusco, se agachaba... Juan y yo cruzamos miradas de interrogación y encogimos los hombros. Gasto nos sacaría de ésta si hacía falta.


A pocos metros de la cima comenzamos a cruzarnos con los primeros que ya bajaban. Después de todo no lo habíamos hecho nada mal, habíamos salido una hora después que el grueso y estábamos haciendo cima casi con los primeros.

Al fondo distinguimos ya el tantas veces visto cartel cimero del Kilimanjaro. Era increíble que estuviéramos allí y entonces rompí a llorar segura por primera vez de que llegaría a la cima. El sol apareció tras el horizonte y acarició por fin nuestras caras justo en el momento en que pisamos la cima. Nos abrazamos llorando emocionados, incrédulos de estar donde estábamos y sorprendidos de haber sufrido de una manera en ningún momento imaginada en este cerro africano de casi 6.000 metros.

Nuestras mentes a ralentí intentaban saborear el momento. La sombra piramidal del Kilimanjaro bajo el sol naciente lo delataba sobre las aldeas 5.000 metros más abajo. El polvoriento cráter Kibo se extendía bajo nuestros pies manchado por parches de nieve. Pero seguía sin digerir la situación. Mi cerebro funcionaba a pedales y los engranajes chirriaban por falta de engrase.

Fue entonces cuando reparamos por primera vez en los míticos glaciares ecuatoriales que nos rodeaban, muros de hielo milenario destinados a desaparecer pero que habían aguantado hasta aquel día para permitir que los contempláramos. La Cima de África nos había recibido por todo lo alto.


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